En una conferencia digitalizada por la Fundación Juan March (http://www.march.es/conferencias), el escritor Mario Vargas Llosa realiza una reflexión sobre el proceso que adoptan varios novelistas para concretar su obra. Entre las variadas posibilidades se encuentra la de aquellos que tienen planes premeditados y delinean con antelación la arquitectura general de la pieza narrativa, y sobre ese boceto desarrollan el movimiento de personajes y los tonos del lenguaje. Aunque es difícil constatar este proceder creativo sin que exista una suerte de confesión del autor acerca de su arte narrativo, en algunas obras parece captarse esta precisión que surge de una exigente labor de planificación.
Por diferentes razones, Los almuerzos de Evelio José Rosero, podría ser leída como una novela concebida primero en una maqueta y luego plasmada bajo el fuego de la imaginación y la sensibilidad extremas: en primera instancia porque las escenas que dominan el capítulo inicial contribuyen en la construcción sólida de un personaje – Tancredo, sacristán de la iglesia en donde se desarrollarán todos los acontecimientos, y cuya figura recuerda la del jorobado de nuestra señora – desde el cual se mirarán los conflictos de la novela.
Tancredo es el encargado de supervisar la entrega de los almuerzos gratis que a diario ofrece la parroquia a una población diferente. Este ejercicio, que puede llegar a ser natural en la vida de una persona, se convierte en un verdadero drama el día Jueves, en el que son los ancianos quienes van por su bocado: algunos se niegan a salir luego del almuerzo y otros se mueren en pleno trance digestivo. Las impresiones teñidas de asco y horror de un Tancredo resignado a su suerte de mesías de ancianos puercos, necios y desvergonzados, son narradas con eficiencia y terminan por atrapar al lector que desea saber cómo es la experiencia futura del personaje principal.
Pero este deseo se dilata con tino en el relato y aquí se encuentra la segunda razón para referirse a una organización geométrica de la novela: la estrategia del narrador consiste en dejar en un punto climático un capítulo, comenzar otro con un conflicto diferente – que se dejará en el climax igualmente – y retomar con posterioridad las historias que se han dejado en el filo de la resolución. De esta forma se mantiene la atención constante, porque el lector termina entendiendo el juego de la dilación que se construye desde la superposición prolífica de los conflictos dejados en mitad de camino para volver a ser retomados con posterioridad.
Esa arquitectura, precisa también de una suerte de retorno a dos de las unidades que soñaba Aristóteles para la tragedia: en el caso de Los almuerzos, existe una unidad de tiempo que restringe el desarrollo de las acciones a una noche, y una unidad de lugar, en tanto todos los eventos se llevan a cabo en el interior y los jardines de una iglesia. Con estas particularidades – sumadas al hecho de ser una novela corta – se obtiene una obra que puede ser leída rápidamente, no solo por esa estructura amena sino también por el tema que la domina.
Luego de esa introducción de los devaneos de Tancredo al enfrentarse con los ancianos, se tejen varios conflictos clandestinos: el padre Almida, sacerdote de la parroquia, sostiene sus dádivas a la población con dineros que “caritativamente” aporta un narcotraficante y ante la posible pérdida de presupuesto por los movimientos de la competencia – otro sacerdote que quiere participar de los ofrecimientos de las “almas de Dios” – debe salir una noche a realizar gestiones que salven los almuerzos, y de paso su confort. Para no dejar a la feligresía sin su misa vespertina, se invita al padre Matamoros a oficiar en reemplazo de Almida y desde allí empiezan a configurarse conflictos ubicados entre lo sórdido y lo carnavalesco: Tancredo, un jorobado sin atributos copulando con Sabina, la rezandera de la iglesia; las Lilias, tres hermanas de la caridad que entre rezos planean un asesinato, y el mismo cura Matamoros quien casi termina con el vino de consagrar antes de llegar al púlpito y dice ebrio una misa llena de iluminación.
Se configura de esta forma una imagen totalmente carnavalesca de lo que puede suceder detrás de los cerrojos de la iglesia, en la parodización de quienes profesan un catolicismo extremo pero que en momentos de libertad se tributan al sexo y el asesinato, en el ambiente festivo, báquico, de un cura interesado en las gratas posibilidades que ofrece el vino y en la corrupción de un Almida que sostiene su caridad con el dinero proveniente de la sangre y la perdición de los otros. La novela observa con mirada festiva, despojada de cualquier reverencia, los entreveros de la oficialidad católica; es una pieza entretenida que no cae en las arenas de la superficialidad, gracias a su cuidado en la ordenación de los hechos, a la elaboración de diálogos tensos y de escenas que apuntan, como en movimientos cinematográficos bien definidos, hacia los aspectos esenciales del espacio y los movimientos de los personajes.
Acaso se pueda alegar que desde Rabelais este propósito se ha venido intentando constantemente en la literatura, pero la fuerza compositiva de Los almuerzos le otorga una gracia especial a la novela, y el lector entiende que más allá de una crítica convencional a la doble moral de algunos de los representantes de la iglesia católica (lo cual, en efecto existe), la pretensión de la novela se centra en la risa y el humor, empotrados en una estructura fina en la que personajes, lenguaje y acciones están delineados con la precisión de un narrador que acaso haya devorado diversos bosquejos hasta lograr la arquitectura casi perfecta.
Leonardo Monroy Zuluaga
Ficha del libro: Rosero Evlio José. Los almuerzos. Medellín: Universidad de Antioquia, 2001.
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