viernes, 29 de enero de 2010

SEIS HOMBRES UNA MUJER

Hay una imagen que se me ha quedado grabada de la novela El Juego de los abalorios de Hermann Hesse, que leí hace mucho tiempo, cuando podía escoger casi libremente mis lecturas: el personaje principal de la novela de Hesse decide, al final de su existencia, que realmente no ha tomado el camino que hubiese querido, que su carrera como sacerdote le ha frustrado placeres diversos, como el de la natación. En un acto de irreverencia otoñal, decide arrojarse a un lago aun con los peligros que representa el tener un corazón que ya no bombea igual.

Se me ha venido esta imagen de Hesse leyendo la novela Seis Hombres una mujer de Jorge Eliecer Pardo, en tanto ambas comparten la nostalgia por destinos irrealizados.

Jerónimo Santos es un burócrata que ha llegado a su posición sacrificando su identidad, que fluctuaba en el pasado entre la bohemia y la discusión alrededor del arte. De estudiante universitario liberal y desenfadado, ha llegado a vivir detrás de un escritorio y en el laberinto de oficinas sofocantes en donde se pudren sus anhelos juveniles. El personaje cree que puede recobrar toda su vitalidad si se reencuentra con su antiguo amor, Ruth Mazabel, quien se convierte en el símbolo de la nostalgia, en el mito de los días felices; mientras tanto Jerónimo trastea con un matrimonio lleno de formalidades, desgastado y hecho en el crisol de la vida política.

En la medida en que crece la narración de Jorge Eliecer Pardo, el protagonista se convierte en un símbolo de muchos de los activistas de la izquierda del sesenta y del setenta en Colombia, que terminaron arrullados por el canto de sirenas de los cargos públicos. Es un fenómeno que parece repetirse en varios países, como lo comprueba por ejemplo, para México, una novela como La región más transparente de Carlos Fuentes.

Para Jerónimo, todas las imágenes del presente son dolorosas, porque muestran la chatura del mundo, la ordinariez y simpleza de los horarios de oficina, de los documentos por organizar, la rapiña del hombre moderno. Los viejos ideales de juventud salpicados por una generación febril, quedan sepultados en un presente sin sorpresas.

En un libro titulado La generación Rota, Jorge Restrepo asegura que en los sesenta y setenta, y particularmente para Suramérica, se conjugaron los anhelos de libertad colectivos –empotrados en el marxismo y el socialismo- y los individuales, que involucraban la búsqueda de estados que fueran más allá de la razón y la sobriedad. Los jóvenes creyeron que podían cambiar el mundo, que deberían hacer historia: había que formarse de manera excelsa, leer literatura, enterarse de la filosofía y la política, fumar, beber, encontrar otros estados de la conciencia.

Jerónimo Santos hace parte de esa generación (rota), y constantemente se siente avasallado por el recuerdo lejano de las tertulias y aventuras con Ruth Mazabel. El narrador reitera el ejercicio de regresión de Jerónimo con descripciones como la siguiente: “En la memoria perforada por los años está en una de las muchas marchas de protesta por las calles; abre los ojos con dificultad y añora los lejanos sentimientos de solidaridad, con Ruth Mazabel sentada a su lado, lanzando su protesta y aprobando una nueva manifestación de duelo y lucha” (22)

Los dos tiempos –el pasado revolucionario y el presente burócrata- son el espejo de sus dos relaciones y de igual número de existencias diferentes, porque hay un Jerónimo irreverente con ínfulas de intelectual, casi feliz, que no soporta al otro, al Jerónimo esposo de una hija de familia adinerada. Sin posibilidad de devolver su historia lo único que tiene es su memoria y la esperanza de que Ruth aparezca para reivindicarlo. En el contrapunteo de lo ido y lo que se es se logra la tensión y su final tiene mucho de la desesperanza de quien entiende que ha sido derrotado por las circunstancias.

Es extraño que esta novela de Jorge Eliecer Pardo sea, de las tres que tiene publicadas hacia la época –El jardín de las Weismann, Irene y Seis Hombre una mujer- la que menos reconocimiento, en términos de crítica y editoriales, ha tenido. Es extraño porque, a mi modo de ver, es la que mejor captura los delirios de un ser humano: es verdad que, en ocasiones, la historia de los amigos de Jerónimo que se encuentran en el Bar para escuchar los devaneos de Santos, queda relegada a un segundo plano y no adquiere la contundencia que se esperaba.

Pero la sencillez con la que se narra el conflicto del antiguo setentero, los casi imperceptibles saltos de tiempo, la detención en momentos neurálgicos de un activista transformado por los protocolos, y ciertas disertaciones que aunque realizadas poéticamente no desentonan con el perfil de los personajes y el narrador, la hacen una pieza interesante. A eso habría que añadirle, su corta extensión, que colabora con el efecto buscado.

Seis hombres una mujer invita a la reflexión sobre la cristalización de los ideales, el tiempo que nunca se podrá recobrar y los destinos no deseados. En especial sobre esto último, tal vez una de las experiencias más amargas para un ser humano.




Leonardo Monroy Zuluaga

Ficha del Libro: Pardo, Jorge Eliecer. Seis Hombres una Mujer. Bogotá: Grijalbo, 1992.

martes, 19 de enero de 2010

¿DÓNDE ESTÁ LA FRANJA AMARILLA?

El libro fue escrito originalmente en 1996 y tiene a la fecha varias ediciones. William Ospina realiza aquí un intento de ensayo histórico abordando algunas de los interrogantes que a él le parecen centrales en la definición de lo que es ser colombiano: ¿Por qué nuestra pasividad? ¿Quién o quiénes son los responsables de los caminos que ha tomado la historia colombiana? ¿Cuáles pueden ser las soluciones a nuestros conflictos? Para sugerir respuestas repasa momentos de la historia de Colombia: la independencia, la Violencia en Colombia (1945-1965), el Frente Nacional (1965-1974) y el narcotráfico contemporáneo.

El escritor tolimense se inscribe en la tradición de ensayistas colombianos que tal vez merecen estudios críticos en conjunto, que amplíen trabajos como El Mausoleo iluminado: Antología del Ensayo en Colombia realizado por el profesor Oscar Torres Duque. En realidad, salvo esta antología –que sirve como insumo para una historia del ensayo en Colombia-, los asedios teóricos de Fernando Vásquez y uno que otro impulso de investigadores inquietos, el ensayo ha sido uno de los parias de los estudios literarios en Colombia.

Por eso visionar el impacto de un escritor específico, en términos de aporte a la tradición del país, es un tanto complicado. Pensemos inicialmente que, como es habitualmente considerado, el ensayo es una forma de reflexión que implica no sólo la atractiva presentación de los argumentos desde un lenguaje que capture al lector, sino también agudeza en las disquisiciones. No es ni un informe científico plagado de terminología para especialistas, pero tampoco se le puede considerar como el fruto de un acto impulsivo de quien desea opinar, sin un sustento académico, sobre un tema específico. Para la elaboración del ensayo se requiere de un manejo certero de la lengua combinado con la capacidad de interpretar el mundo desde las múltiples lecturas realizadas.

Este es parte del intento de William Ospina en ¿Dónde está la franja amarilla? Con la fuerza en la dicción que lo caracteriza, el autor revela algunas de las virtudes de su prosa, salpicada de su experiencia como poeta: variedad lexical, uso efectivo de las enumeraciones, musicalidad en el fraseo, giros llamativos en los tonos. Es imposible no conmoverse, por ejemplo, con afirmaciones como la siguiente:

"La guerra civil de mediados de siglo, conocida como la Violencia, se configuró como una inmensa guerra religiosa, hecha de fanatismo y de ceguera brutal, y llegó a extremos aberrantes, con la reconocida presencia de la Iglesia como uno de sus principales instigadores" (24)

En términos de escritura, el texto de William Ospina se presenta como una verdadera lección para quienes quieran disfrutar del ensayo. Sin embargo, donde puede haber interrogantes a su propuesta, es en la originalidad de sus lecturas sobre la realidad nacional, porque en ocasiones las marcas de otros estudiosos se perciben dramáticamente.

Por ejemplo, la imagen de la clase alta colombiana como simuladora de refinamiento e intelectualidad (30), cuando en realidad ha sido una aristocracia de campanario, se puede seguir en Rafael Gutiérrez Girardot. La lectura de la Violencia en Colombia (entre 1945 y 1965 según Ospina) como un conflicto entre “liberales pobres y conservadores pobres” se define, en un ejercicio un poco más detallado, en los documentos de Gonzalo Sánchez o Jesús Antonio Bejarano. La explicitación del Frente Nacional como totalmente antidemocrático, tiene diferentes matices en varios de los libros sobre la historia nacional.

¿Cae el escritor del Tolima en el lugar común y repite lo ya dicho desde otras disciplinas? ¿Es obligación del ensayista dar una imagen diferente de la realidad? Las respuestas definirían nuestra percepción de esta obra de William Ospina en la que existe una tercera posibilidad y es la de considerar el texto como parte de un proceso en la consolidación de una propuesta cuyo más reciente eslabón está en Los nuevos centros de la esfera.

Cualquiera sea el camino que tomemos, es importante resaltar la posición ideológica de William Ospina en este libro, en el que plantea una crítica a la clase política nacional y sus maniobras irresponsables y mezquinas que han llevado al país al desbarrancadero. Cómo no estar de acuerdo con afirmaciones como la siguiente:

"Quienes se empeñan todo el día en negar que la responsabilidad de los males sociales le pueda ser imputada a los privilegiados (los únicos que tuvieron en sus manos la posibilidad de humanizar un poco el modelo), siempre están dispuestos a vociferar que la culpa de la pobreza está en los pobres, la culpa de la delincuencia está en los delincuentes y la de los sicarios en las motos que los llevan a cumplir sus crímenes" (61)

Con la responsabilidad propia de un intelectual con conciencia del peso de su voz en la sociedad, Ospina señala algunas de las carencias de nuestro sistema político y el deterioro social, y propone –como lo hace en algunos de sus textos periodísticos- el fortalecimiento de la educación y la formación de seres humanos éticamente responsables. Esa realidad nacional se plantea desde un discurso poético, altamente provocador y envolvente pero acaso esté salpicada por la reiteración, casi sin matices, de lo que otros han dicho.

Tenemos entonces dos preguntas: ¿Dónde está la franja amarilla? (Esa fuerza popular consciente de su destino) ¿Qué aporte plantea este ensayo de William Ospina a la reflexión sobre la historia de Colombia?


Leonardo Monroy Zuluaga

Ficha del libro: Ospina, William. ¿Dónde está la Franja Amarilla? Bogotá: Norma, 1997.

miércoles, 13 de enero de 2010

UNA SIMPLE CONSIDERACION ACERCA DE LA GUERRA

Existen algunas cosas que maltratan mi intelecto porque simplemente aún no poseo cierta capacidad para comprenderlas de manera exacta y comprobable, o porque son tan ajenas a mis intereses que no puedo siquiera conceptuarlas de manera concreta. Por ejemplo –ramplón y sin sensatez- la estadística y sus derivados.

Sin embargo, así como desconozco voluntariamente algunos saberes, poseo capacidad –esta vez dedicada y construida- para determinar los conocimientos y las manifestaciones propias del pensamiento y la expresión estética, particularmente las que refieren a la palabra escrita como fuente insuperable de la inmortalidad de las ideas y los posicionamientos frente al mundo.

En este sentido, cuando me acerco a un texto literario es pretensión de mi espíritu y mi entendimiento que existan marcas concentradas que me lleven a encontrar claras visiones de mundo, manejos metafóricos del argumento y de la anécdota, y por supuesto, excelentes imágenes que despierten mi sensibilidad y posteriormente sirvan como disparadores para atreverme a acometer la página blanca –imagen ya trillada por cierto- con algo más que ingenua irresponsabilidad.

Este preámbulo es necesario porque desde hace un tiempo tengo entre mis libros que todavía no leo –todo el mundo los tiene- unos cuantos que por extrañas razones no despertaban totalmente mi interés, o porque las obligaciones laborales me lo impedían –físicamente- y se hallaban a la espera de que mis ojos taladraran su contenido. Así que me acerqué a la gaveta de los “desposeídos” y tomé el que me pareció más delgado en paginaje, -entenderán que el tiempo era escaso- para leerlo en poco menos de dos o tres horas.

Además de lo corto, reconozco que el título y el autor también contribuyeron para que la decisión se inclinara en su favor (el destino siempre se encarga de poner unos traspiés tan evidentes, que sólo nosotros ignoramos las nefastas consecuencias de lo que está determinado hace tiempo) y me senté en el borde de la cama con la firme intención de terminarlo por completo de una sola sentada (término más bien innecesario porque siempre hay una excusa para fumarse un cigarro, ir al baño o contestar el celular, cosas que se hacen, generalmente, de pie y paseando de un lado para otro)

Para dejarnos de rodeos, diré de una vez por todas que el autor es Fernando Soto Aparicio, y el libro La última guerra. Ahora comprenden por qué estas dos cosas influyeron certeramente, pues recordarán que también ustedes tuvieron que leer, algo así como en séptimo u octavo de bachillerato, La rebelión de las ratas, y por mi parte una lectura tan tortuosa supone que como ha pasado bastante tiempo, entonces lo que espera uno de este nuevo libro es que el autor ya no conserve la misma forma de escribir y se atreva a desnudar su último aliento de una manera menos cruda y tormentosa para su lector.

Pero por más que el deseo estuvo anidado en mi desde que compré el libro en una exposición en la universidad, confieso –desde ahora- que el destino no me puso un traspiés sino una zancadilla con patada en el suelo y todo lo que se puedan imaginar, porque lo que es cierto es que casi no puedo terminar de leer la novela, o cuento largo, o Nouvelle, o lo que sean esas 78 páginas sobre la anécdota de Peregrino Cadena, personaje central de la historia. Se me vino de inmediato a la cabeza un mini cuento de Gabriel García Márquez en el que al personaje lo hieren con una bala y, desesperado, va al hospital, donde el médico le asegura que es un verdadero milagro que se haya salvado porque llevaba en el bolsillo uno de esos libros a los que ni siquiera una bala disparada a quemarropa es capaz de superar más allá del segundo capítulo.

Voy a resumir para ustedes: Peregrino Cadena es un soldado que decide desertar de las filas en plena guerra mundial –se presume que es la tercera porque constantemente se habla de las detonaciones de las armas nucleares- y se regresa directico para su pueblo, situado más o menos, a treinta Kilómetros del frente de batalla, es decir a poco más de una hora a pie. Aparte de ser vecino del cataclismo, Peregrino Cadena tiene mujer e hijos, que no aparecen más que una vez y eso como para justificar que en la casa nadie lo quiere, -ni en el pueblo- y no porque se haya ido a matar a diestra y siniestra, sino porque en el país del personaje, el que deserta es un completo miedoso, cobarde y no merece sino ser fusilado por traición a la patria.

Después de unas cuantas líneas, el personaje se encuentra pidiendo trabajo por doquier y hasta el cura, el alcalde y la fábrica (y su mejor amigo, su mujer y sus hijos) le niegan el empleo y el techo para dormir, por lo que el personaje tiene que vagar de aquí para allá, de capítulo en capítulo y de pensamiento en pensamiento por lo que pareciera ser el nuevo diluvio universal, pues a lo largo de las 78 hojitas no para de llover una lluvia redundante, de esas que mojan hasta las intenciones de seguir leyendo, porque aparecen referenciadas como un falso Leiv motiv que no lleva sino a descubrir que en el mundo se ha desgranado un aguacero interminable para la memoria de quien narra o para la pluma de quien escribe.

Además de los “Índices” sobre la lluvia encontrará el lector otra serie de referencia alrededor de la hediondez provocada por la mezcla de barro y sangre, de pólvora y excrementos que, ya sabemos, se dan en toda guerra, en especial en una atómica en la que se supone, todo lo que esté medianamente cerca –digamos treinta kilómetros- queda vuelto, literalmente, mierda (perdón a Gabo por esto). Ni para qué comentar demasiado sobre las serias intenciones que llevan a que los personajes con los que Peregrino dialoga, es decir, el cura, el alcalde y el director de la fábrica, (que por razones obvias no puede ser sino de armas), sirvan de excusa para que el otro personaje, -entrometido a la fuerza- nos revele sus profundas reflexiones sobre la ley, la religión, el amor, la guerra, la eternidad, la esperanza y otros, que se configuran como su propuesta estético-ideológica como podrán ver en los siguientes fragmentos que obsequio para ustedes:

Las calles ya presagiaban los pantanos que abrían sus enormes fauces más adelante. Al sur estaba el frente de batalla, al oriente Palmasola, al occidente la ruina de un mundo por donde ya había pasado la guerra; allí vivían seres famélicos, extraños, victimas de unas mutaciones aceleradas propiciadas por el espanto nuclear que habían dejado suelo hacía unos años. Solodios aún sobrevivía en la mitad del caos. (Pág. 12).

Las leyes –dijo peregrino- han de hacerse a la medida del hombre (…) la muerte debe mirarse sólo como una puerta de par en par sobre el mayor de los misterios del hombre (…) Yo creo que todo lo perderemos cuando perdamos al hombre. (pág. 16).
Peregrino sabía que no había orden, ya que la guerra es el desorden máximo. (Pág. 17).

Exijo un rendimiento máximo –siguió el de la doble moral- y se explayó en definiciones sobre su concepto del trabajo. (Pág. 22).
Cuando despertó de la pesadilla estaba cubierto por un vómito verde como la esperanza. (Pág. 26).

Si dios doblega al hombre no es Dios, porque por encima de todo Dios es Amor el Amor no condena sino redime. (Pág. 31)

Lo sorprendió el ruido de los disparos como una blasfemia en medio de un trisagio. (Pág. 38).

Olía a excrementos y a sangre, los dos contenidos mayores del cuerpo humano. (Pág. 41).

Y podría explayarme en definiciones, no sobre el trabajo, sino de literatura, de la imagen, de la metáfora y de la poeticidad que debe acompañar todo acto literario para que se acerque medianamente a lo que es una obra de arte, pero basta sólo con decir que en estos pasajes encontramos el perfecto ejemplo de cómo no construir literatura, de cómo no contar una historia y de cómo no intentar obtener buenas imágenes de lo que parece ser una escritura instantánea, falta de trabajo, y con poco contenido poético. Porque hay que decir que el contenido de los fragmentos anteriores es terrible y que sólo a Soto Aparicio se le ocurre decir que la “esperanza” es el complemento poético para la construcción de una metáfora sobre las excreciones, lo que demuestra que no leyó, o si lo hizo, ya por cuestiones de edad se le olvidó, a Rabelais, ese sí que nos hace soltar la risa cuando de lo escatológico se habla. Pero esto es otra cosa, sin sentido aparente y con mucho de esfuerzo malogrado con la palabra.

También es preciso que rescate, porque hay que hacerlo, una imagen que logró despertar mi sensibilidad, pues a lo largo del texto estuve buscándola, como un tesoro, para subrayarla, para que se me antojara hermosa comparada con las otras y para que se convirtiera en la única presea por la que había asumido esta maratón de terminar, por compromiso y por convicción, el libro:

La casa sola, rodeada de ropas huérfanas de la presencia de los cuerpos, creció de tal modo que Peregrino sintió que se lo tragaba un vórtice de soledad y locura. (pág. 56).

Ya como para no fatigar a nadie, quiero terminar diciendo que hacía mucho, pero mucho tiempo que no me leía un libro de esta calidad, y aún no entiendo cómo es que una editorial publica un texto literario que desencanta, denigra y ofende directamente los atributos de un lector tipo medio, que conoce de literatura y gusta de encontrarse con textos que se conviertan en verdaderas visiones de mundo, en concepciones sólidas y sustentadas sobre el hombre, la existencia y la animalidad que nos rodea la cabeza, de personajes redondos capacitado para representar la imagen viva del lector y para hundirlo en la duda de lo que es bueno y lo que es malo en la existencia de esta raza ambigua y poco elaborada.

Un lector que definitivamente detesta encontrarse con finales de capítulo, y por poco del libro, (porque es el penúltimo) de este corte, que para concluir mi reseña, dice todo de La última guerra de Fernando Soto Aparicio, quien después de escribir más de cincuenta obras de distintos géneros nos patea descaradamente los principios y la escritura que uno esperaría de un escritor con más de cincuenta años de trayectoria, cuando Peregrino entra en un burdel buscando algo de cariño y:

Abrió la puerta y vio a la mujer recostada en la cama, desnuda, brillante su cuerpo blanco en la penumbra. Encendió la lámpara y reconoció a Lunaluz. Y curvado sobre la cama, mientras los perros del dolor le arrancaban las vísceras a mordiscos, lloró como un idiota y aulló de tal modo que los porteros del burdel acabaron sacándolo a puntapiés hasta la lluvia persistente de la calle en tinieblas. (Pág. 70).

En definitiva, este es quizás el mejor ejemplo de cómo no se debe terminar nunca una historia, de forma tan manipulada, manida y saturada de lugares comunes, como acontecimientos tan ingenuos como que Lunaluz, que es es su hija, no aparece sino dos veces: en la página 1 del libro y en esta. Fernando Soto ha escrito su libro La última guerra y ha firmado el sello de lo que es una guerra contra la literatura y los principios que sustentan la seriedad y el compromiso que se adquiere cuando se decide irrumpir en el difícil camino del arte la literatura.

OMAR GONZÁLEZ.
Ficha del libro: SOTO, Aparicio Fernando. La última guerra. Caza de libros. Ibagué 2008.

jueves, 7 de enero de 2010

BALBOA EL POLIZÓN DEL PACÍFICO

NOTA DONDE ATESTIGUO MIS PENSAMIENTOS ACERCA DE UN RASTRO HISTÓRICO REVELADOR LLAMADO BALBOA, EL POLIZÓN DEL PACIFICO DEL ILUSTRE FABIO MARTÍNEZ.

Reverendísimo y celebérrimo lector:

No puedo pasar por alto, ante Vuestra Merced, un libro que sin duda alguna me causa total admiración y del cual quisiera hablarle, ya que es menester referirme a las propuestas literarias que inundan los anaqueles locales y más ésta que hace posible un contacto complejo con la Historia de América, y en especial con los inicios de Colombia. El libro este es Balboa, el polizón del Pacifico, escrito a puño y letra por el ilustre Fabio Martínez, un gran señor que estos ojos tuvieron la dicha de percibir hace un tiempo por estas tierras y que reside en la ciudad de Santiago de Cali, fundación de Belalcázar.

La novela es, a mi pobre juicio, una de las mejores que se han atrevido a hablar de la Conquista española, comentando de buen orden, las dinámicas propias de este fenómeno nefasto para la civilización humana y tomando sutilmente como referencia a Don Vasco Núñez de Balboa, hombre sagaz y aventurero quien fundó Santa María la Antigua del Darién, en el Urabá colombiano y descubridor de la Mar del Sur –hoy llamado Océano Pacifico.

Aclaro que al correr de esta sangre indígena, castellana, judía y africana, no puedo poner a consideración mis juicios sobre los invasores e invadidos. Lastimosamente, mi lengua y ciertos rasgos distintivos del castellano, me obligan a guardar distancia más o menos parcial sobre el hecho, aunque reconozco que mis antepasados indígenas que me han ofrecido este molde facial que dan en llamar “presencia”, me dan licencia para criticar como buen hijo de esta tierra dicha invasión y exterminio.

De hecho, en honor a mi lengua que es como mi patria, escribo esta endeble nota. Sé que es algo difícil de explicar, por lo que me dedicaré a no bordear una orilla de la Historia. A continuación informo con la brevedad del caso, el por qué la obra de don Martínez debe ser vista con buenos cuidados en los círculos académicos y obviamente por Vosotros.

Para ello, empiezo con decir que la historia da viva cuenta de las vicisitudes de Don Balboa: su paso por estas “nuevas” tierras, sus conquistas, sus capacidades de organización y el interés de llevar una convivencia sana con los indígenas que le mereció entre otras cosas su trágico deceso en manos de Pedrarias Dávila, un conquistador desquiciado por el oro y el poder. A la par de este acontecimiento, surge una historia que va de manera paralela con la mencionada: la vida y obra del escribano de esas crónicas sobre Balboa, es decir, del narrador-personaje de la novela, el señor Gonzalo Fernández de Oviedo, conocido en la Historia como “Valdés”.

Para sorpresa de Vuestra Merced, este tal Valdés, es de sangre judía pero convertido al Cristianismo para preservar su vida. ¡Pobre hombre este Valdés! Dijera sin ánimo de equivocarme que tanto Balboa como él tenían la misma infortunada suerte de no abrazar la gloria y menos borrar esos estigmas que los persiguen aun en la Historia de América. Por judío y por ser un simple servil no logra ser lo que tanto quiso, que es ofrecer sus servicios a la Corona Española. Y Balboa, ni se diga: murió como un vil hombre, tratado injustamente. ¡Qué vidas tan desdichadas!

Preguntáis sin dejo de culpa, por el conquistador este, pelirrojo que desafió a más de uno ¿Quién era ese tal Balboa? Rondará ese interrogante en vuestras testas. Pues te diré algo de él, porque lo demás lo descubrirás en la novela: este hombre, quien llega de nuevo a América –había estado en otra gesta conquistadora pero los resultados no fueron positivos– escondido en un tonel de vino –por eso lo de polizón– fue uno de los pocos que trató de convivir con el indígena.

No se niega su interés por la conquista y el saqueo del oro. Pero en condiciones desastrosas que derivaron la llegada de ellos a América, fue Balboa el mas pacífico –como luego seria rebautizado el océano con ese nombre– y quien quiso, según la novela, vuelvo y aclaro, una sociedad posible.

Lo que derivó en sus gestas y la simpatía de algunos caciques indígenas fue precisamente el ánimo del dialogo y la seriedad en los tratados pactados. La mar del Sur, y la creación de una ciudad costera como Santa María la Antigua del Darién, son prueba de ello. Lastimosamente, relata “Valdés” en la crónica, la codicia, envidia y locura por el poder por parte de los demás conquistadores, permitieron eliminar el único vestigio de organización y de defensa para el aborigen americano.

Ni Hernán Cortés en México o Francisco Pizarro en el Perú, Ojeda, Pedrarias Dávila entre otros, fueron capaces de establecer este tipo de armonía; por el contrario, ellos fueron víctimas de la fiebre del oro y por ende, sus comportamientos desquiciados con los indígenas. Este Dávila, condenó a muerte a Balboa cuando este último por poco llega ser Gobernador de estas tierras. ¿No creéis que otro gallo cantaría con Balboa a la cabeza? Yo creería que sería un poco distinto, más no sé hasta qué punto.
¿Quiénes eran los españoles, pues? Una ralea –lo describe con sincera amargura el personaje–narrador, Oviedo, alias “Valdés”– que tiene por esencia “el chisme, la envidia y la maledicencia” (pág. 91) Los males de ser humano se entremezclaron y nos formaron. Quisieron aparecer como víctimas de aquellos “hijos del diablo” como decían a los aborígenes, pero otras voces como estas nos confirman lo equivocados que andaban. Henos aquí, lector propio y extraño. Bien lo dijo Valdés en una de sus reflexiones más sobrias aquí escritas, luego de aspirar a ser lo que nunca fue por su casta pobre y descontinuada de judío: “Era como si por mis poros salieran mis orígenes y me delataran. Los hombres luchamos toda la vida por ocultar lo que de verdad somos, y siempre mostramos lo que parecemos ser” (pág. 104). En fin, la exhortación de Don Martínez y de los personajes de su creación es visible: somos impostores.

Luego de caracterizar a Balboa, a Oviedo alias “Valdés”, y a los españoles, hablaré de los indígenas. Pues estos hombres y mujeres relacionados en tribus organizadas, eran bastante ingenuos. Opusieron resistencia, pero la verdad fallaron en muchas cosas. Lo cual no significa que hayan “merecido” ese fin tan nefasto. No. Los españoles pagarán en la mente del hombre americano ese daño sistemático que borrará únicamente Dios, de esta tierra. A propósito, los españoles aprovecharon muchas de sus costumbres sodomitas y fiesteras para estigmatizarlos y enviarlos directo a la extinción por medio de la represión de la Iglesia Católica, que no es Dios, pero que sin ningún permiso del Altísimo, actuó como Él, cegando miles de vidas.

Notareis Vosotros en el trayecto de la narración cómo en el territorio que hoy es Colombia, coexistieron en menos de una década cuatro tipo de sangres que se mezclaron entre sí formando ese hibrido que somos: Indígenas, Españoles, Judíos y Africanos (estos llegaron de forma sucesiva como esclavos). Eso resulta ser lo bello que expone esta novela. De hecho, don Balboa se casa con una india hermosa, gustosa de todo tipo de placeres, llamada Anayanci. De esa unión, nació el primer mestizo de América, aquí en Colombia: Juan Balboa Chimá.

De esto, y de muchas cuestiones más te daréis cuenta buen lector cuando asumáis la lectura de esta obra. Hasta aquí van mis pensamientos sobre ella, que se traducen al campo de determinar los variables ríos de sangre que nos constituyen como seres de esta tierra, con descendencia europea, americana, asiática (hebrea) y africana; quiero pues, cortar con la habladuría sobre Balboa: El polizón del Pacifico. Harto puedo volverme de contar cosas que Vuestra Merced quisiera descubrir. En ella hallarán mucho más de lo que mi imprudente lengua pueda narrarles. Eso sí, preparaos para abordar la historia de nuestra tierra que está llena de mentiras, suspensos, y ante todo, injusticias. Ya lo diría Eduardo Galeano: “La vida es una lotería: opinan los que ganan”. Bueno, pues aquí hay voces disonantes que agitan las contradicciones, como esta, la de Oviedo alias “Valdés” y la de don Fabio Martínez. Una voz más que dice que no todo está dicho sobre nuestra América.

Ante Vuestra Merced.
Juan Eliécer Carrillo Aranzález.