miércoles, 13 de enero de 2010

UNA SIMPLE CONSIDERACION ACERCA DE LA GUERRA

Existen algunas cosas que maltratan mi intelecto porque simplemente aún no poseo cierta capacidad para comprenderlas de manera exacta y comprobable, o porque son tan ajenas a mis intereses que no puedo siquiera conceptuarlas de manera concreta. Por ejemplo –ramplón y sin sensatez- la estadística y sus derivados.

Sin embargo, así como desconozco voluntariamente algunos saberes, poseo capacidad –esta vez dedicada y construida- para determinar los conocimientos y las manifestaciones propias del pensamiento y la expresión estética, particularmente las que refieren a la palabra escrita como fuente insuperable de la inmortalidad de las ideas y los posicionamientos frente al mundo.

En este sentido, cuando me acerco a un texto literario es pretensión de mi espíritu y mi entendimiento que existan marcas concentradas que me lleven a encontrar claras visiones de mundo, manejos metafóricos del argumento y de la anécdota, y por supuesto, excelentes imágenes que despierten mi sensibilidad y posteriormente sirvan como disparadores para atreverme a acometer la página blanca –imagen ya trillada por cierto- con algo más que ingenua irresponsabilidad.

Este preámbulo es necesario porque desde hace un tiempo tengo entre mis libros que todavía no leo –todo el mundo los tiene- unos cuantos que por extrañas razones no despertaban totalmente mi interés, o porque las obligaciones laborales me lo impedían –físicamente- y se hallaban a la espera de que mis ojos taladraran su contenido. Así que me acerqué a la gaveta de los “desposeídos” y tomé el que me pareció más delgado en paginaje, -entenderán que el tiempo era escaso- para leerlo en poco menos de dos o tres horas.

Además de lo corto, reconozco que el título y el autor también contribuyeron para que la decisión se inclinara en su favor (el destino siempre se encarga de poner unos traspiés tan evidentes, que sólo nosotros ignoramos las nefastas consecuencias de lo que está determinado hace tiempo) y me senté en el borde de la cama con la firme intención de terminarlo por completo de una sola sentada (término más bien innecesario porque siempre hay una excusa para fumarse un cigarro, ir al baño o contestar el celular, cosas que se hacen, generalmente, de pie y paseando de un lado para otro)

Para dejarnos de rodeos, diré de una vez por todas que el autor es Fernando Soto Aparicio, y el libro La última guerra. Ahora comprenden por qué estas dos cosas influyeron certeramente, pues recordarán que también ustedes tuvieron que leer, algo así como en séptimo u octavo de bachillerato, La rebelión de las ratas, y por mi parte una lectura tan tortuosa supone que como ha pasado bastante tiempo, entonces lo que espera uno de este nuevo libro es que el autor ya no conserve la misma forma de escribir y se atreva a desnudar su último aliento de una manera menos cruda y tormentosa para su lector.

Pero por más que el deseo estuvo anidado en mi desde que compré el libro en una exposición en la universidad, confieso –desde ahora- que el destino no me puso un traspiés sino una zancadilla con patada en el suelo y todo lo que se puedan imaginar, porque lo que es cierto es que casi no puedo terminar de leer la novela, o cuento largo, o Nouvelle, o lo que sean esas 78 páginas sobre la anécdota de Peregrino Cadena, personaje central de la historia. Se me vino de inmediato a la cabeza un mini cuento de Gabriel García Márquez en el que al personaje lo hieren con una bala y, desesperado, va al hospital, donde el médico le asegura que es un verdadero milagro que se haya salvado porque llevaba en el bolsillo uno de esos libros a los que ni siquiera una bala disparada a quemarropa es capaz de superar más allá del segundo capítulo.

Voy a resumir para ustedes: Peregrino Cadena es un soldado que decide desertar de las filas en plena guerra mundial –se presume que es la tercera porque constantemente se habla de las detonaciones de las armas nucleares- y se regresa directico para su pueblo, situado más o menos, a treinta Kilómetros del frente de batalla, es decir a poco más de una hora a pie. Aparte de ser vecino del cataclismo, Peregrino Cadena tiene mujer e hijos, que no aparecen más que una vez y eso como para justificar que en la casa nadie lo quiere, -ni en el pueblo- y no porque se haya ido a matar a diestra y siniestra, sino porque en el país del personaje, el que deserta es un completo miedoso, cobarde y no merece sino ser fusilado por traición a la patria.

Después de unas cuantas líneas, el personaje se encuentra pidiendo trabajo por doquier y hasta el cura, el alcalde y la fábrica (y su mejor amigo, su mujer y sus hijos) le niegan el empleo y el techo para dormir, por lo que el personaje tiene que vagar de aquí para allá, de capítulo en capítulo y de pensamiento en pensamiento por lo que pareciera ser el nuevo diluvio universal, pues a lo largo de las 78 hojitas no para de llover una lluvia redundante, de esas que mojan hasta las intenciones de seguir leyendo, porque aparecen referenciadas como un falso Leiv motiv que no lleva sino a descubrir que en el mundo se ha desgranado un aguacero interminable para la memoria de quien narra o para la pluma de quien escribe.

Además de los “Índices” sobre la lluvia encontrará el lector otra serie de referencia alrededor de la hediondez provocada por la mezcla de barro y sangre, de pólvora y excrementos que, ya sabemos, se dan en toda guerra, en especial en una atómica en la que se supone, todo lo que esté medianamente cerca –digamos treinta kilómetros- queda vuelto, literalmente, mierda (perdón a Gabo por esto). Ni para qué comentar demasiado sobre las serias intenciones que llevan a que los personajes con los que Peregrino dialoga, es decir, el cura, el alcalde y el director de la fábrica, (que por razones obvias no puede ser sino de armas), sirvan de excusa para que el otro personaje, -entrometido a la fuerza- nos revele sus profundas reflexiones sobre la ley, la religión, el amor, la guerra, la eternidad, la esperanza y otros, que se configuran como su propuesta estético-ideológica como podrán ver en los siguientes fragmentos que obsequio para ustedes:

Las calles ya presagiaban los pantanos que abrían sus enormes fauces más adelante. Al sur estaba el frente de batalla, al oriente Palmasola, al occidente la ruina de un mundo por donde ya había pasado la guerra; allí vivían seres famélicos, extraños, victimas de unas mutaciones aceleradas propiciadas por el espanto nuclear que habían dejado suelo hacía unos años. Solodios aún sobrevivía en la mitad del caos. (Pág. 12).

Las leyes –dijo peregrino- han de hacerse a la medida del hombre (…) la muerte debe mirarse sólo como una puerta de par en par sobre el mayor de los misterios del hombre (…) Yo creo que todo lo perderemos cuando perdamos al hombre. (pág. 16).
Peregrino sabía que no había orden, ya que la guerra es el desorden máximo. (Pág. 17).

Exijo un rendimiento máximo –siguió el de la doble moral- y se explayó en definiciones sobre su concepto del trabajo. (Pág. 22).
Cuando despertó de la pesadilla estaba cubierto por un vómito verde como la esperanza. (Pág. 26).

Si dios doblega al hombre no es Dios, porque por encima de todo Dios es Amor el Amor no condena sino redime. (Pág. 31)

Lo sorprendió el ruido de los disparos como una blasfemia en medio de un trisagio. (Pág. 38).

Olía a excrementos y a sangre, los dos contenidos mayores del cuerpo humano. (Pág. 41).

Y podría explayarme en definiciones, no sobre el trabajo, sino de literatura, de la imagen, de la metáfora y de la poeticidad que debe acompañar todo acto literario para que se acerque medianamente a lo que es una obra de arte, pero basta sólo con decir que en estos pasajes encontramos el perfecto ejemplo de cómo no construir literatura, de cómo no contar una historia y de cómo no intentar obtener buenas imágenes de lo que parece ser una escritura instantánea, falta de trabajo, y con poco contenido poético. Porque hay que decir que el contenido de los fragmentos anteriores es terrible y que sólo a Soto Aparicio se le ocurre decir que la “esperanza” es el complemento poético para la construcción de una metáfora sobre las excreciones, lo que demuestra que no leyó, o si lo hizo, ya por cuestiones de edad se le olvidó, a Rabelais, ese sí que nos hace soltar la risa cuando de lo escatológico se habla. Pero esto es otra cosa, sin sentido aparente y con mucho de esfuerzo malogrado con la palabra.

También es preciso que rescate, porque hay que hacerlo, una imagen que logró despertar mi sensibilidad, pues a lo largo del texto estuve buscándola, como un tesoro, para subrayarla, para que se me antojara hermosa comparada con las otras y para que se convirtiera en la única presea por la que había asumido esta maratón de terminar, por compromiso y por convicción, el libro:

La casa sola, rodeada de ropas huérfanas de la presencia de los cuerpos, creció de tal modo que Peregrino sintió que se lo tragaba un vórtice de soledad y locura. (pág. 56).

Ya como para no fatigar a nadie, quiero terminar diciendo que hacía mucho, pero mucho tiempo que no me leía un libro de esta calidad, y aún no entiendo cómo es que una editorial publica un texto literario que desencanta, denigra y ofende directamente los atributos de un lector tipo medio, que conoce de literatura y gusta de encontrarse con textos que se conviertan en verdaderas visiones de mundo, en concepciones sólidas y sustentadas sobre el hombre, la existencia y la animalidad que nos rodea la cabeza, de personajes redondos capacitado para representar la imagen viva del lector y para hundirlo en la duda de lo que es bueno y lo que es malo en la existencia de esta raza ambigua y poco elaborada.

Un lector que definitivamente detesta encontrarse con finales de capítulo, y por poco del libro, (porque es el penúltimo) de este corte, que para concluir mi reseña, dice todo de La última guerra de Fernando Soto Aparicio, quien después de escribir más de cincuenta obras de distintos géneros nos patea descaradamente los principios y la escritura que uno esperaría de un escritor con más de cincuenta años de trayectoria, cuando Peregrino entra en un burdel buscando algo de cariño y:

Abrió la puerta y vio a la mujer recostada en la cama, desnuda, brillante su cuerpo blanco en la penumbra. Encendió la lámpara y reconoció a Lunaluz. Y curvado sobre la cama, mientras los perros del dolor le arrancaban las vísceras a mordiscos, lloró como un idiota y aulló de tal modo que los porteros del burdel acabaron sacándolo a puntapiés hasta la lluvia persistente de la calle en tinieblas. (Pág. 70).

En definitiva, este es quizás el mejor ejemplo de cómo no se debe terminar nunca una historia, de forma tan manipulada, manida y saturada de lugares comunes, como acontecimientos tan ingenuos como que Lunaluz, que es es su hija, no aparece sino dos veces: en la página 1 del libro y en esta. Fernando Soto ha escrito su libro La última guerra y ha firmado el sello de lo que es una guerra contra la literatura y los principios que sustentan la seriedad y el compromiso que se adquiere cuando se decide irrumpir en el difícil camino del arte la literatura.

OMAR GONZÁLEZ.
Ficha del libro: SOTO, Aparicio Fernando. La última guerra. Caza de libros. Ibagué 2008.

1 comentario:

  1. más allá de una simple consideración me parece una falta de respeto con el autor... la obra la última guerra intenta plasmar un análisis acerca de la estructuración social actual en dónde la violencia y situaciones de este tipo son el pan de cada día dentro de una sociedad conformista dirigida por una élite que sólo busca proteger la consolidación del sistema...
    y defendiendo la tesis del autor cito a gabriela Mistral “Ando buscando un pedazo de suelo con hierba donde poner
    los pies y tener mi sueño. Pero todo arde en cualquier parte
    del mundo y hay que seguir andando”

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