martes, 21 de junio de 2011

LA POSIBILIDAD DE SENTAR PALABRA

No hay nadie que haya escrito jamás, o pintado o esculpido,

moldeado, construido, inventado,
a no ser para salir del infierno.
ANTONIN ARTAUD.

Revisando un texto de carácter poético que reseñé hace algún tiempo, no con fines  ideológicos o interpretativos, sino con el ánimo de referenciar algunas publicaciones que desde la Universidad Nacional promueven la creación estética de poesía, me encontré de nuevo con el poemario El viajero innumerable, perteneciente   al poeta  Boyacense Eduardo Gómez, del que rescato instantáneamente el poema “ Restauración de la palabra”.
Dada la naturaleza breve del poema y su sólida construcción temática alrededor de la creación literaria, estimo pertinente hacer un seguimiento a cada una de estas ideas al tiempo que intento –cosa bastante discutible- una interpretación de lo que sugieren para mí sus líneas. Inicio pues, este miraje personal con las primeras palabras del poema:
¿Para qué escribir pequeños versos
cuando el mundo es tan vasto
y el estruendo de las ciudades ahoga la música?
La pregunta suscita deseo, más una provocación directa para  examinar los posibles propósitos que se anclan en la escritura, mejor aún, en quien escribe y pretende con ello multiplicidad de cosas y efectos. Sin embargo, aparece seguidamente la aclaración de la escritura como algo ínfimo, demasiado nimio como para intentar siquiera la transformación de los espacios mínimos, esos en los que la música interna y el sonido pululante de la voz no alcanza nunca para revertir la sinfonía rota de la muerte que pulsa en una u otra esquina disfrazada de mendicidad o hambre.
Una vez puesto el señuelo, caemos en un estado de meditación que nos lleva a intentar lógicas con el siguiente verso: 
En esta lucha de gigantes
Se necesitan armas de vasto alcance.
En este duelo a muerte las canciones embriagan o adormecen.
Las anteriores líneas ponen de manifiesto una grave advertencia. Más valiese que hasta el momento siguiera el lector desprovisto e ingenuo con sus vagas concepciones, pues aparece ante sus ojos la sentencia de que quien escribe lucha contra situaciones en las que de nada sirven los desvaríos intelectuales. Como un Quijote que enfrenta gigantescos molinos se abre la escritura frente a los  abismos socioculturales; y esto es de conocimiento pleno del hombre que ha intentado versos en alguna ocasión, pues se sabe que, como escribía Vladimir Maiakovski  “el arte no es un espejo para reflejar el mundo, sino un martillo con el que golpearlo”, y con la sentencia revela que no se trata de mimetizar con el texto los acontecimientos que tienen lugar en la realidad -eso es tarea de la historiografía- sino de recrear, por medio de la imagen, literaria las posibilidades para el reconocimiento de lo humano y de las fuerzas que nos obligan a habitar la desposesión y el cansancio, amalgamados a los continuos cambios y la falta de arraigo.
Además de esto, las líneas de Gómez  me recuerdan a Huidobro cuando en uno de los versos de su “Arte poética”  exhorta a  quien escribe: “Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra/ el adjetivo cuando no da vida mata.”, con lo que  el acto creativo es una suerte de batalla mortal en la que la palabra se juega por completo su sentido y su significado, desde lo onírico y hasta lo real para liberar al tiempo al escribiente y a su escucha. El poeta de Boyacá refiere la posibilidad de cantos que adormilen a sus interlocutores, cantos que no despierten el mínimo interés en lo real, o en la posibilidad der soñar; en cambio, y al mismo tiempo, estructura posibilidades de sentar palabra que amalgamen el sentir del otro que vive sólo en lo real, desde el desespero, y lo eleven como el canto mismo al sueño, al deseo de cambio y la gloria de ser libre.
Quizá por eso, y de manera hermosa, Eduardo Gómez lanza sin contratiempos o contravenciones sus dolientes líneas:
Está en juego la sangre de generaciones
y de pueblos
y un mundo abierto al hombre infinito
por nacer.
Está en juego demasiado
para arriesgarlo todo solamente al azar de la palabra.
No puede existir un sentimiento más profundo en estos versos, o tal vez estoy dando demasiado y mi interpretación sea extremista, pero es que  veo un reclamo profundo a los que se supone deben encarnar las discusiones y los procesos de construcción social, y no me refiero precisamente a los intelectualoides que callan en todo momento y de vez en vez balbucean retóricas insulsas y de escaso contenido. Antes bien, es de mi interés resaltar que en estas palabras existe  el compromiso con los procesos culturales, políticos y pedagógicos que tienen lugar en las gastadas geografías del departamento y el país. Gómez advierte severamente que el compromiso social de la literatura debe estar en toda obra literaria, debe existir perfecto equilibrio ante las dos particularidades; los social y lo estético, de tal forma que la propuesta estética se imbrique con la ideológica y constituya un todo indisoluble que llene los ojos del lector y los estalle de imágenes; una suerte de ambrosía con capacidad para saciar  y derramar las construcciones mentales de quien se acerca al texto, no sólo sus necesidades estéticas, sino aquellas que logren arañarle algo de desvelo, que creen espacios de intranquilidad y hagan de sí un estado melancólico que busque alternativas de solución para la tormenta; la suya y de los otros, de tiempos y espacios distintos, sin egoísmos, sin fractura y sin frontera.
La fuerza liberadora del lenguaje literario es la prioridad de todo acto estético nacido de la palabra y de la honda reflexión que hace quien violenta la imposibilidad del silencio. Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras -como dijera Sábato- a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con palabras grandes; y esto es lo que parece contener la esfera de lo poético en la actualidad. Quizá por ello, Gómez dice:
Es hora de glorificar a otros hombres y otros hechos
es hora de buscar situaciones
en donde la palabra sea necesaria
y de convivir con aquellos
para quienes la palabra es liberación.
Sin duda alguna el poeta concepciona el acto estético como algo que va más allá de la simple y vana creación ilusoria de aquellos que aun entienden la poesía como ejercicio de las honduras del yo, y que abandonan toda confrontación con la otredad, esa misma que posibilita realmente la escritura -¡Si mis ojos no estuvieran viendo la atrocidad del mundo, mi escritura cabalgaría sobre un valle de historia muerta!- Esto es un sentir que bien debiera unir a todos en tanto que escriben, pues se trata de una escritura que libere al hombre del yugo, no sólo el de la errancia, sino el del abandono al que nos someten otros hombres, otras logias. Sólo así es posible justificar las últimas dos líneas del poema, que nos llevan a otra esfera del mismo, a un sentido nada vago y sí cargado de sentimiento de vergüenza y  odio:
Solamente la palabra que ponga en peligro el poder de los tiranos y los dioses
es digna de ser pronunciada o escrita.
Este es el único fragmento del poema que revienta los pulmones del lector; es extenso, cansa, y no porque sea de sosa lectura o porque los impedimentos creativos del escritor hayan fracasado en estas líneas. No. Antes bien, es de largo aliento en representación de la metáfora de lo urgente, de lo necesario, de lo que  reclaman un hombre y un  pueblo al unísono. Voces entretejidas en cada verso que representa el deseo onírico de aniquilar a los dioses y de burlar la estupidez de los tiranos; esos que nos hacen habitar el no retorno, la especulación, el llanto, el exilio.
Sólo por esto me uno al reclamo y a la exhortación de Eduardo Gómez,  al tiempo que participo certeramente de lo que acuñara el poeta griego Odysseus Elitis para referirse precisamente a los estados en los que la escritura se convierte por convicción en esperanza, reclamo y compromiso: “escribo para que la muerte no tenga la última palabra”.
OMAR ALEJÁNDRO GONZÁLEZ.
Ficha del libro: GÓMEZ, Eduardo: “Restauración de la palabraEN: El viajero innumerable. Colección Viernes de poesía. Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Humanidades,  Departamento de literatura. Año 2005.

martes, 7 de junio de 2011

MEMORIAS DE UN EVENTO

En un encuentro de académicos en el que participé recientemente (el III Coloquio Nacional de Historia de la Literatura Colombiana) fui testigo de una escena que produce rubor ajeno. Los personajes principales eran disciplinados estudiosos de la literatura que compartían una de las mesas del evento y que con seriedad habían expuesto sus reflexiones.
No me adentraré en el tema pero sí en las metodologías de los participantes en la mesa mencionada: por un lado, uno de los investigadores  en contienda se había empeñado en demostrar ante el auditorio que la obra  tomada por él como objeto de estudio “cazaba” felizmente con la teoría de Peter Sloterdijck (aunque hacia el final parecía desmentirse en un acto de honesta ambigüedad). Para convencernos, la antesala fue una diapositiva con la explicitación de los elementos más importantes de dicha teoría y luego la demostración de sus principios en la novela, en una línea directa y casi innegable que unía filosofía y ficción.
Podría alegarse que no tengo datos exactos sobre el procedimiento de lectura hecho por el investigador, pero, presentado como se hizo, parecía que el especialista hubiera estado buscándole una novela a la teoría que lo trasnochaba. Si Sloterdijck se refiere a neocinismo (o neokinismo) –era la lógica- se captura un personaje novelesco que lo sustente, como quien crea una fórmula matemática y luego la comprueba en experimentos reales.
La otra investigadora hizo algo similar –por lo menos metodológicamente hablando- y desde un principio reveló sus cartas teóricas: su estudio lo centraba en Bourdieau y, en coherencia con su horizonte, ponía en relación varias obras para, desde allí, sacar nociones generales del Campo. La explicitación de ciertas tendencias de la literatura colombiana contemporánea en la que concluye dicha investigación es a la vez un riesgo y una virtud, dependiendo del lente desde donde se le mire.
Pero para no salirme de mi reflexión inicial la contienda derivó en lo siguiente: mientras el conocedor de Sloterdijck alegaba querer alejarse de los “empaquetamientos” a los que conducía la teoría de Bourdieau –es decir, al encasillamiento en una sola categoría, de novelas que son heterogéneas-, la investigadora de al lado se lamentaba, con ironía conciliatoria, que no se pudiera ver el fenómeno de una novela particular en el marco de su relación con otras.
Confieso que por aburrimiento busqué en otra mesa alimento para mis reflexiones (cosa que seguramente a nadie le importó), porque sabía hacia dónde conducía la cuestión: cada uno de los investigadores estaba defendiendo, no una lectura, sino la teoría en la que estaban encerrados. Bajtin (o Goldman) vs Bourdieau. Pensé entonces que algunos de los críticos literarios sufren de una extraña enfermedad, digamos arquitectónica, mediante la cual compran parcelas teóricas en las que se disponen a construir hermosas fincas de asueto. Lo malo es que, casi sin pensarlo, levantan duros barrotes y lo que en un principio era un hermoso potrero termina siendo una cárcel. 
¿De qué celda (conceptual) es? Podríamos preguntarles a los susodichos. Si los materiales de los que está hecha esa celda son contemporáneos, la cuestión suena más altisonante y acaso mejor, al fin y al cabo, tal como lo expresaba Gutiérrez Girardot, algunos críticos e historiadores hispanoamericanos de la literatura “confunden el esfuerzo del pensar con la gritería del papagayo de circo que ha sido entrenado para repetir las frases del catecismo de turno”. No creo que sea el caso de los dos en contienda que vuelven a mi memoria, pero la verdad sí daban la impresión de estar atorados dentro de sus compromisos teóricos.
Acaso todos, en algún momento de nuestra labor intelectual, hemos sufrido de ese encierro, pero eso no quiere decir que ver a una persona en esa situación –tras las rejas- no produzca tristeza.  Recuerdo una amiga que, en uno de sus delirios académicos y cuando le preguntaba por proyectos personales, me decía con seriedad que eso no estaba dentro de su “hábitus” (para volver a Bourdieau). Por ese camino, y atrapados en terminologías especializadas, nuestras vidas terminarán siendo polifónicas, un capítulo del pasado será una lexía, o uno podrá decir que nuestras “catálisis” resultaron más importantes que los “núcleos”. 
Por supuesto que el de mi amiga es un caso extremo, pero es indudable que algunos de mis colegas se dejan contagiar de categorías y términos que los enajenan. En este sentido, considero que dejar que la teoría hable sin siquiera nombrarla y, lo más importante, sospechar de las teorías en las que se funda una reflexión es, creo, una de las mejores opciones para quienes deseen alejarse de los cultos ciegos y los proselitismos teóricos. Si bien es cierto para toda investigación debe haber una coherencia semántica y conceptual esto no quiere decir que uno se deba convertir en defensor a ultranza de nichos teóricos que a la vuelta de unos años son reevaluados.
Por suerte durante el evento me encontré con gratas ponencias, mucho más escépticas acaso, que sin perder su profundidad y solidez teórica, no se encasquillaron en rencillas que conducen a callejones sin salida. Las presentaciones de los profesores Yuri Ferrer sobre la literatura del Caribe, Jorge Verdugo Ponce de Nariño, o Enrique Yepes, quien presentó un interesante texto sobre el libro El Canto de las moscas de María Mercedes Carranza, son apenas tres muestras de lo que un crítico o un historiador de la literatura puede comunicar a los lectores.
Lo otro es una feligresía que sonroja.
Leonardo Monroy Zuluaga