domingo, 23 de agosto de 2009

UN ESCRITOR PARA LA VIDA

Aunque la vida universitaria resulta ser divertida, descontrolada y algo promiscua, en ocasiones tiende a ser demasiado sosa y monótona; salir de clase, buscar con premura un café y un cigarro, llegar al mismo lugar de siempre, ojear los rostros repetidos del día y hablar sandeces; pero en un momento que aun no preciso, ese tedio se desvaneció de tajo cuando lo empecé a ver ahí con frecuencia, en el mismo lugar de siempre, también con un café y un cigarrillo jamás soltado de sus labios.

En efecto que esto no parece interesante, y en un principio, cuando recién llegado a la universidad, me dio lo mismo verlo consumirse entre sorbos amargos y bocanadas espesas de humo, hasta que un buen día me senté en una mesa siguiente a la de él y, como una revelación ansiosa por mostrarse, escuché a medias una conversación vehemente que sostenía con otro viejo, aunque más, mucho más gordo, acerca del papel de los clásicos en las esferas socio-políticas del entorno en el que su escritura se constituía, a pasos agigantados y certeros, en arte.

Entonces comprendí que ese viejo fumarolo y cafetero era en verdad alguien entendido, no sólo en letras sino en política, y que además, no lo hacía a la manera erudita y presuntuosa; creo que su forma era tranquila, sosegada y sobretodo convincente, pues sus palabras a medio labio –entendiendo que el otro medio está siempre habitado por el tabaco- resultaban encantadoras.

Así que en medio de un ataque inevitable de ansias, me lancé a la mesa contigua y tome una silla para sentarme. En el instante en que me dispuse a tomar parte de la mesa, el viejo regordete rebuznó con algo de ironía en sus palabras “si no le importa, está conversación es personal, ¿podría dejarnos continuar?”

A lo que enseguida, y en un acto compasivo y salvador para mi vergüenza, el otro, el flaco, dijo con placidez que “la literatura, la política y el arte son tan universales, que negar la participación de una persona en lo que a estos se refiere, resulta ser un acto de infinita negación a los principios mismos de su esencia como forma suprema de la expresión humana”.

Creo que el gordo jamás se repuso del suelazo, en cambio, para mi, -me da gusto decirlo- aquello fue el inicio de una afición de café, cigarrillo y descanso; un querer que las horas de cátedra pasaran rápido, que no existieran sino los espacios entre clases para verme con el viejo y para que en cinco o diez minutos de receso me hablara de la literatura universal, de los más raros autores e incluso, de lo defectuosa que resultaba ser la región en materia de creación literaria.

Lo cierto es que después de unos días esa cafetería, que por motivo de las meseras recibía el nombre de “Las viejitas”, se convirtió en una especie de lugar de encuentros literarios, porque ya no era sólo yo el interesado, sino muchos, y muchos es muchos, alrededor de unas quince personas entorno de una mesa en la que definitivamente sólo hablaba el viejo, porque lo que éramos nosotros, a guardar silencio, no porque nos faltara conocimiento o porque la ingenuidad pudiera más que las ganas de opinar.

No, el hecho era que una vez que se tomaba la palabra, se venían referencias a textos, citas directas y de memoria, poesía pura en el medio labio del viejo Hugo y nada más que encantamiento y desborde de intelecto, siempre agradable a los oídos.

Imagínese que tal era la situación, que hasta los estudiantes y profesores de las otras mesas, paraban sus conversaciones, y aunque no se acercaban, sí se notaba en sus movimientos un profundo deseo de venir a ver qué o quién hacia que los estudiantes se reunieran como en corrillo alrededor de ese viejo apestado a tabaco y cafeína.

Y si lo hubieran sabido, si su decisión no se tornara llena de miedos y vergüenzas, del qué dirán y otras pendejadas, como no ser sapo, chismoso o entrometido, entonces, esos harían parte –estoy seguro- de los que actualmente, lamentamos que el maestro
Hugo Ruiz Rojas ya no pueda acompañarnos en esta orilla, porque su deseo, era irremediablemente, nadar complacido por el arroyo de la parca para conocer y experimentar a su antojo los caminos que se esconden al otro lado.

Debo confesar que entre la primera vez que dialogué con el viejo, hasta el día de su partida, pasaron alrededor de cinco años, en los que la verdadera confesión se hace triste y lastimera: jamás – y lo estoy diciendo seriamente lamentado- jamás asistí a su famosa tertulia literaria ubicada en un bar en el centro de la ciudad.

No se a qué se debió el descuido, pero ahora que lo medito bien, existía un cruce con otras tertulias y talleres, que también resultaban de mi interés y en los cuales escudo y pongo a defensa tamaña desfachatez de la memoria.

Quizás lo único que me mueve escribir estas líneas es el profundo deseo de que alguien pueda acercarse a ese viejo de nuevo, y aunque no podrán escuchar su voz entrecortada y humeante, bastará la lectura de su libro de cuentos Un pequeño café al bajar la calle para que también puedan sentir su intelecto desbordado, su capacidad de intriga y la sensación de agradable satisfacción que pulula en cada frase y en cada punto.

En este libro -a manera de bocado- encontrarán al Hugo Ruiz que yo encontré en una cafetería de la universidad y que hablaba del desencanto de la vida, de lo inútil de la experiencia y de la fragilidad cristalina que nos envuelve entre el cielo y la niebla.

Su partida ha dolido y seguirá doliendo, al igual que la partida del maestro Cesar Pérez Pinzón, y lo hace en los términos de la ausencia, del espacio vacío que ya nadie puede ocupar, porque la grandeza y el compromiso artístico de Hugo Ruiz quedó marcado en las letras del Tolima y en la literatura nacional, en la que apareció publicado en decenas de antologías y periódicos.

Omar González.

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