jueves, 6 de mayo de 2010

EL TRANSEUNTE DE ROGELIO ECHAVARRÍA

En la portada del libro que tengo –el número 65 de la Biblioteca de Literatura Colombiana de Oveja Negra- figura el valor con el que compré El transeúnte de Rogelio Echavarría: indignos 2000 pesos. Podría especular con que a la fecha, hace unos diez años, esa cantidad era el equivalente a unos 5000 mil de hoy, lo que me sigue pareciendo desconcertante. Una revisión mesurada me lleva a la conclusión de que, como lo anticipó Hegel hace unos dos siglos, la poesía y el poeta quedaron –por fortuna- al margen del mercado de bienes y servicios.

Lo compré en una tienda de usados, cuando mi obsesión por hacerme a muchos libros sobrepasaba mi capital de estudiante de pregrado. No iba con un conocedor que me dijera que este libro es el más importante de Echavarría, que ha contado con críticas favorables, que el autor fue ganador del Premio Nacional de Poesía organizado por la Universidad de Antioquia y que fue periodista en El Espectador y El Tiempo. Nadie me advirtió tampoco de la impresión de esta colección, en una letra pequeña que en ocasiones me genera rechazo. Por eso, tal vez, se mantuvo escondido en los entrepaños de la biblioteca personal esperando a que el azar de una búsqueda le imprimiera vida.

Cuando lo revisé de nuevo experimenté un placer especial de sentirme identificado, por momentos, con ciertas imágenes que pueblan sus versos. “El transeúnte”, poema que le da título al libro, es la expresión del desencanto frente a la vida citadina y al incómodo paso del tiempo en las intersecciones de las ciudades. Aunque afirmamos en ocasiones que las metrópolis nos ofrecen múltiples sitios de esparcimiento, la voz poética nos devuelve al tedio de recorrer las mismas calles pidiendo a un hado desconocido que nos traiga de nuevo las incertidumbres. Bajo esta atmósfera, el transeúnte no encuentra nunca un motivo de reconciliación con quien comparte la ciudad, como se explora en la primera estrofa del poema:

Todas las calles que conozco
son un largo monólogo mío,
llenas de gentes como árboles
batidos por oscura batahola.

Bostezos crónicos, seres humanos derrotados por la monotonía citadina y la resignación frente al destino, hacen parte de las sugerencias de estas líneas. Ellas se complementan con dos versos que estrangulan:

Las gentes que hallo son simples piedras
que no se por qué siguen rodando

La poesía de Echavarría parece estar salpicada de un hálito existencialista, de una nausea raizal, como la del personaje principal de la novela de Sartre, aunque, a mi modo de ver, un poco menos cruel. Ver la ciudad y sus habitantes sumidos en el reseco movimiento cotidiano es una constante en algunos de los poemas de Echavarría. Léanse ustedes, por ejemplo, “Vida Corriente” y encontrarán “La misma luz, el mismo sol y el mismo desayuno”, el reiterativo sinsabor de todos los días. Pero para que no nos confundamos, “Vida Corriente” tiene otra musicalidad, e incluso un tono un poco más festivo, más acelerado, como de bus municipal. Precisamente la metáfora con la que la voz poética corona el poema va en esa dirección:

Es que la vida es este bus corriendo
que de pronto paró y hemos llegado

Unos suben, otros bajan (algunos violentamente), hablan, se aferran, ríen ¿Cómo transitamos este viaje? Es la pregunta que está detrás de este poema y que seguramente debemos responder íntimamente.

La relación entre las imágenes de ciudad y el desvaído espíritu humano recuerda mucho lo que George Steiner en su libro En el Castillo de Barba Azul, ha denominado “El gran Ennui”, una suerte de tedio fundamental que en Europa fue la antesala de la barbarie del siglo XX. En los poemas de Echavarría no es antesala –porque la barbarie ya nos tomó- sino presente con el que hay que cargar. Un presente de gente apresurada para ir a su trabajo, de congestiones en las avenidas, de poco tiempo para los afectos.

En este sentido, casi todo este libro de Echavarría lo pueblan estampas citadinas descoloridas: el indigente devorado por la lluvia, el jubilado en su mesa de ajedrez, el bebedor aferrado al único bote que le queda –su botella-, el artista con su figura excéntrica, el pasajero, el amante impenitente esperando una carta. Todas esas imágenes representan partes de la sociedad con la que nos encontramos constantemente. Así, los poemas de El transeúnte, escritos desde la concisión y la búsqueda de imágenes impactantes (como cuando afirma “Demonio de la lluvia/látigo de lujuria”) nos recuerdan que somos ciudadanos y nos despliegan facetas del otro anónimo, con quien nos cruzamos y a quien ni siquiera determinamos.

Detrás de toda esta horda de civilizados está la poesía, esperándonos con sus enigmas. Es preciso recordar el poema en el que Echavarría declara principios, de manera paródica:

POÉTICA
¿Qué es poesía? Preguntas.
Hago luz y –discreta
y sorprendida- huye
la poesía… ¡esa sombra!

Porque la poesía encierra el misterio que nos quita la vida cotidiana y porque no tiene precio (¿2000, 5000?) para quien puede compartir la felicidad con ella, hay que ir de la mano con El transeúnte de Rogelio Echavarría. Acaso allí nos encontremos.

Leonardo Monroy Zuluaga

Ficha del Libro: Echavarría, Rogelio. El transeúnte. Bogotá: Oveja Negra, 1985 (1964)


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