La excentricidad ha sido una de las marcas de Fernando Vallejo, ya sea por su condena furiosa a íconos de la cultura colombiana (expresidentes, escritores, políticos), por sus salidas en público, acompañado en ocasiones de perros callejeros, o por sus invectivas a Dios y a la iglesia católica. Es un personaje del que no es posible hablar en términos medios. Debo confesar que disfruto con su humor negro y la graciosa acritud de sus argumentos, casi siempre destinados a levantar ampollas en quien lo escucha; pero debo confesar también que en ocasiones me agotan sus fórmulas reiteradas en la prosa, una especie de confesiones sentenciosas, con mucho realismo y de ironía.
Puede haber una discusión muy amplia sobre el carácter repetitivo de la obra de Vallejo, porque él mismo se ha encargado de presentar en sus novelas, tramas diferentes, para evitar la reiteración: la historia de un hombre unido a dos sicarios; la de Fernando, que ve cómo se deteriora la vida de su hermano, en medio de la dictadura familiar de una madre aprovechada; la de unos escritores colombianos que se encuentran en Barcelona para expiar sus errores; o la de un alcalde homosexual hermano de un narrador al tanto de defenderlo. Estas son solo revisiones pasajeras de algunas novelas que conforman su producción.
Hay un texto que, sin embargo, aunque no se desprende del todo de un estilo particular, es singular dentro del género en el que se ubica: se trata de Almas en pena, Chapolas negras. Dicho libro es una extraña biografía de José Asunción Silva, hecha a la luz de su cuaderno de contabilidad. Cualquiera podría pensar que a partir de un documento de este tipo es imposible hablar de los demonios y caídas de un ser humano y que hubiera sido mejor centrarse en lo excelso de su poesía o en testimonios de sus contemporáneos, para referirse a la vida de quien, en ocasiones como pieza de museo, en otras como verdadero actor de nuestra historia, ha dejado su obra para la posteridad. Pero la virtud de Vallejo está precisamente en encontrar al hombre detrás de las frías cifras.
La contabilidad de Silva le sirve a Vallejo para repasar algo de la historia nacional, con su habitual ironía: pasan Miguel Antonio Caro, los Holguín Sardi, Ismael Enrique Arciniegas, y en general toda la alta sociedad bogotana de principios de siglo XX. Su pluma es implacable. Por ejemplo, de Baldomero Sanín Cano –sin duda uno de los más importantes críticos colombianos de la historia del siglo XX- afirma lo siguiente: “…adelantó el alto ministerio de la enseñanza en escritos de un estilo descuidado y con una manía inconfundible, suya suya: la de unas perífrasis innecesarias, pendejadas, en lugar de simples palabras que habría usado cualquier mortal. Por ejemplo… en vez de decir ‘la abuela’ dice ‘la madre de su madre’”(130)
Ni qué decir de sus apuntes a los versos “y leve sienta en el dormido mundo/su casto pie con virginal recelo” de La luna, un poema de Diego Fallon, reconocido como figura de la poesía romántica en Colombia. Frente a él, el biógrafo de Almas en pena afirma “¿Casto pie? La castidad no se mide en el pie, hombre Fallon. Mas arriba. Cuando más arriba, en la boca, a Diego Fallon le daba dolor de muelas, dicen que la dolencia lo ponía a componer” (199)
El libro se presta para desarrollar una labor de ultracorrección del lenguaje, muy a tono con la época (finales del XIX y comienzos del siglo XX), y el espacio en el que se ubican los seres de los que habla (Bogotá); en ese ejercicio se ríe de la prosa rebuscada de una capital que se ha preciado, desde los tiempos de Silva, de desarrollar el buen decir. La agudeza de Vallejo deriva en una desmitificación, por vía del lenguaje –y de otros factores, como la corrupción-, de aquellos que se presentaron como adalides de un español bien hablado.
A Silva lo presenta como un santo, pero no por su castidad, aunque lo pareciera, sino por su habilidad para mostrarse incólume frente a sus problemas económicos: de acuerdo con la extraña biografía de Vallejo, Silva engañó a todos sus contemporáneos, haciéndoles ver una suficiencia económica que en los últimos días no tenía; se mantuvo fiel a su vida de lujos, tan propia del dandi francés, y engañó así a algunos de sus acreedores y contertulios.
La de Fernando Vallejo no es una biografía del poeta, ni del hermano con inclinaciones incestuosas (tal como han pretendido explotar los amigos del escándalo), ni si quiera del hijo responsable; es la de un ser humano que con sagacidad pudo mantenerse hasta el último momento en una posición económicamente digna, así sus cuentas estuvieran en rojo.
Más allá de la mitificación por vía de las virtudes, Vallejo lleva a Silva a un puesto honorífico de la historia de Colombia, sobre la base de uno de sus vicios: el engaño. Aquí reside realmente la fuerza de este texto, que a decir verdad, en ocasiones, entre tanta digresión del biógrafo y tantos datos sobre sus relaciones económicas, pierde fuerza. Hay que quedarse entonces con el humor negro, las invectivas venenosas frente a próceres de la nación y el juego de corrector del lenguaje que anima en especial las primeras partes; y, por supuesto, con esa hermosa imagen de Silva como ser humano con pecados.
Leonardo Monroy Zuluaga
Ficha del Libro: Vallejo Fernando. Almas en pena, chapolas negras. España: Aguilar/Altea/Taurus/Alfaguara, 1995.
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