Olvido: Estado o condición en que los malvados
dejan de luchar y los pelmazos descansan.
Depósito refrigerado de las grandes esperanzas.
Ambrose Bierce.
Diccionario del Diablo[i].
Tal vez sea la poesía el único espacio en el que todas las presencias se funden para hacer posible la efusión de los encuentros, la imposibilidad de los adioses; manifestación perfecta de la fragilidad humana y su cansado vuelo; mugir ecuménico de mil regiones habitadas por hijos de lugares secos, ciudadanos de pequeñas Itacas.
El eterno retorno del ser humano al recuerdo de los ausentes es la posibilidad de sostenerlos vivos en la inmortalidad de las catástrofes que los hicieron partir. Por eso, no acercamos la resignación a la mirada ni aceptamos que existan posibilidades para que el olvido nos asalte la conciencia y pervierta la memoria.
Habitar el exilio, sufrir la doble partida, y el recuerdo de su abuela asfixiada en Auschwitz, parecen ser la triada inversa que hace de la poesía de Berger-Kiss un encuentro a tientas con el silencio y el desarraigo en el que sucumben sus pasiones y miradas. No hay aquí espacio para gastadas biografías, tampoco para los elogios; sólo se permiten la caída y el vacío de los versos, el agonizar lento de la huida y la no presencia. Y bien que sabemos de lo cotidiano que resulta todo esto los que habitamos un exilio permanente, hijos de todas las partidas, dolientes de cualquier muerte, amantes del único encuentro.
La tragedia y el llanto parecen ser el eje transversal que atraviesa las páginas de este libro; un recorrido tortuoso por las tropezadas vías del destierro. Memorias disipadas en el tren que se aleja apresurado y lleva adentro nuevas muertes que se anclan en la esperanza de un encuentro; otras patrias y caminos. Huyentes del pasado, ansiosos de nuevo puerto, dolientes seguros de la siguiente guerra. Así van todos, murmurando afrentas:
Ondeando sus manos y mirando hacia tras.
“Esa es mi patria, mi pequeña Hungría-dijo en voz alta”
La siento lejana
Porque mis brazos no alcanzan
Y ya no la puedo abrazar.
Se me acaba de perder en la bruma.
Ni siquiera la puedo ver más.
Mi pasado no existe ya.[ii]
Por eso no es extraño que el virgen residente, llegado en la penumbra y atiborrado de un recuerdo plano y gris, halle consuelo y recogimiento en la verde geografía tropical, que se encante con sus aguas y sus ríos cargados de colores y desnudas hembras. Es el ojo de un neonato en el descubierto paraíso; este que se abre en arcoíris y pulula aromas de carbón y canela fresca. Ya habrá tiempo para odiar también en él la hambruna y la barbarie. Por ahora, en el exilio inmediato, Berger-Kiss, se funde en la incredulidad de un ambiente entre feliz y tibio:
Para mis padres
la lluvia andina
traía un dejo de melancolía.
Para mi
era brisa fresca y raudal de dicha
-precursor del arcoíris-
Promesa.[iii]
Precisamente fue su vida en Medellín la que quitó de su ojo el velo dulce de la infancia y aterrizó al viajero en aeropuertos de pobreza y crimen; el lugar perfecto para ser arena, polvo, nada. Entendimientos colmados de cayos que hicieron hombre al poeta en medio de la realidad tosca de un país en constante muerte; verdadera muerte para ser exacto. Encuentros con su feroz pasado, el que nunca comprendió por ser tan niño, porque en ese entonces, a la edad de cuatro años, vio el tren que lo alejaba de su Hungría como un divertimento, y no como el fantasma que seguiría en adelante la carrilera de su tormento eterno. Sólo ahora en Medellín pudo acercarse al olor de la miseria, y supo que la despedida blanca, como las palomas que recuerda de su feliz día, no eran más que presagios de la inminente muerte de su abuela en un campo de concentración nazi y el inicio de su putrefacción personal en tierra ajena.
Quizá sea esta la razón por la que los versos contenidos en Mis tres patrias y un puñado de polvo, se antorchan corrosivos y escupen, desde la cotidianidad de los días en la casa paterna, la fetidez del desencanto propio de los que crecen a la sombra de una parca anticipada de imposibilidad y hastío:
Fuimos sangre
rocío del ojo
Un frenesí de víbora que se arrastró herida
hacia el abismo
y a veces una risa de niño cuyos ecos
son la blasfemia del anciano.
¡Qué se yo! ¿Y acaso importa?
Tal vez sólo fuimos un retazo de la ruina:
un pedazo de musgo repartido al azar
en ternuras
odios
frases
pan.[iv]
“Te enseñaré el terror en un puñado de polvo” sentenció TS Eliot, y Berger-Kiss emplea esta frase como epígrafe de la última parten de su libro. Y bien que así sea, pues en los textos, que revelan los sucesos del arribo del poeta a Estados Unidos, se percibe fácilmente que el pasado se hace polvo en cada verso, como la vida misma se desploma en el presagio del futuro desarraigo, y que el poeta cae fácilmente en la hondura de tres abismos: una Hungría reconocida a tientas; la Colombia alas de mariposa cercenada; y Oregon, ciudad luz, poco a poco ensombrecida por el deseo de ver en ella los resquicios vagos de haber sido transeúnte de dos patrias, siempre amalgamadas por el odio y la venganza:
Después de nacer y antes de morir
Estos breves instantes de luz
No deberíamos desperdiciarlos
En trivialidades.[v]
Partir no es olvidar, volver es reincidir; poesía es unificar las dos posibilidades en una argamasa solida de memoria y huida. Abramos la puerta para que Berger –Kiss, un exiliado de esta tierra que aún duele y se dilata en la mirada, nos presente su existencia como transeúnte de la ausencia en Mis tres patrias y un puñado de polvo.
OMAR ALEJANDRO GONZÁLEZ.
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