Hacia finales
de 1980 y comienzos de 1981 se vivió, en el ámbito de la prensa nacional, una
disputa entre el asesinado dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado y el
profesor de la Universidad de Bonn, Rafael Gutiérrez Girardot. El eje de la
polémica: un extenso ensayo de Gutiérrez titulado “La literatura colombiana en
el siglo XX”, publicado en el tomo III del Manual
de Historia de Colombia, cuya financiación corrió a cargo del Instituto
Colombiano de Cultura y Procultura.
Además del
periódico El siglo y la revista Gaceta, los textos que públicamente
intercambiaron Gómez y Gutiérrez Girardot se pueden encontrar en el libro Hispanoamérica: imágenes y perspectivas (1989), bajo el título de “La ciencia conservadora”.
Está de más exponer cómo el profesor colombiano empequeñece los argumentos de
su contendor con una prosa llena de ironía y erudición que desemboca en una
postura política, de duros ataques en contra de los ex presidentes Eduardo
Santos y Laureano Gómez.
Para dejar
al lector el disfrute de esta polémica no desempolvaré vituperios mutuos,
aunque la gazapera sirve para acondicionar la interpretación del texto. Me
detendré mejor en algunas de las lecturas que realiza Gutiérrez sobre la
literatura nacional en el ensayo de marras. La perspectiva del texto persiste
en considerar -como todos los escritos de Gutiérrez Girardot- la indisoluble relación entre sociedad y
literatura: el crítico literario observa la literatura nacional a la luz del
proceso de la modernidad occidental en el que, según su visión, estamos
involucrados todos los latinoamericanos.
Desde esta
perspectiva, traza una sutil línea que divide una mentalidad católico-señorial,
de una moderna y que acepta la duda como su derrotero. Entre quienes adhieren a la primera se encuentran escritores refractarios, desde lo
estético e ideológico, a los imperativos modernos y, ya sea porque fabriquen en
torno suyo una falsa imagen de cultivadores de la cultura universal o porque
abracen abierta o soterradamente los preceptos del catolicismo, expresan una
estética retroprogresista, esto es, desaliñadamente conservadora. En la otra
esfera se hayan quienes han explorado nuevos lenguajes y nuevos temas, se
plantean la reflexión sobre el problema de la secularización (la pérdida de
validez social de las normas religiosas), asumen una postura cosmopolita y se
enfrentan a la exploración del ser humano no desde el dogma moralista, sino
desde la ambigüedad y el escepticismo.
Guillermo
Valencia profesa, en esta historia de contiendas, una “estética de la
dominación” y una “cultura de viñeta”. La
bohemia bogotana de principios del siglo XX no se enfrenta al provincianismo cachaco, Luis Carlos López (el tuerto)
fue un “poeta sustancialmente conservador” y el piedracielismo fue la expresión
de la política del “retroprogreso”, patrocinada por el expresidente Eduardo
Santos. Los críticos de esta sociedad conservadora -que se congraciaba con una manera
de ser monárquica, jerarquizada, que no asume la creación literaria como
ejercicio de la oscilación y la reflexión profunda- son, entre otros, José
Eustasio Rivera, León de Greiff, Luis Vidales, Tomás Carrasquilla, Baldomero Sanín
Cano y Rafael Maya.
En estos
últimos se narró el paso del locus
terriblis al locus amenus (esto es, el paso de un aparente estado
placentero al descubrimiento de la barbarie en la guerra de los mil días, y el
gobierno de Laureano Gómez), el anarquismo estético se hizo presente y el
sentido común se puso en entredicho. Así mismo, para algunos de ellos fue
imperativo mostrar otra Colombia, la que estaba por fuera de los límites de la
Atenas suramericana, y adoptar una crítica literaria con capacidad analítica. Los
nombres que forman este último repertorio superaron las barreras de una
sociedad pacata y señorial y trataron de poner a Colombia en el ritmo de la
historia universal.
El ensayo
termina con una evaluación de la generación de Mito hacia mitad del siglo pasado. De acuerdo con Gutiérrez -quien,
dicho sea de paso, perteneció a la mentada generación- “Mito desenmascaró indirectamente a los figurones intelectuales
de la política, al historiador de legajos canónicos y jurídicos, al ensayista
florido, a los poetas para veladas escolares, a los sociólogos predicadores de
encíclicas, a los críticos lacrimosos, en suma, a la poderosa infraestructura
cultural que favorecía las necesidades ornamentales del retroprogresismo”
(534). La historia hubiera tenido un final feliz si, siguiendo siempre a
Girardot, las élites colombianas no hubieran promulgado la superficialidad en
forma de una escuela aparentemente irreverente: el nadaísmo, un movimiento
literario que se caracterizó por el escándalo.
La evaluación de Gutiérrez termina en ese momento de las décadas de los 60
y los 70 en que imperó el grito desgreñado de Jota Mario Arbeláez, Gonzalo
Arango, Amilkar Osorio y los demás nadaístas. Ha dejado Gutiérrez este ensayo
en un instante de incertidumbre y, para desengaño de quienes aspirarían a discutir
con las ideas de su pluma, el profesor colombiano fallecido en 2005 no volvió a
realizar el esfuerzo de observar la literatura nacional desde una perspectiva
orgánica que pensara, con ese ojo provocador, la segunda mitad del siglo XX.
Sin
embargo “La literatura colombiana del siglo XX” cumple con su doble cometido:
ubicar a las letras del país en el marco de la historia universal –lo que
sintética y esquemáticamente se ha explorado líneas arriba-, y descabalar mitos
con el uso de la ironía. Hay que ver lo perturbador que se torna Gutiérrez
cuando afirma, por ejemplo, que la estética de Guillermo Valencia (el bardo de
Popayán de quien recitábamos “Dos lánguidos camellos/ de elásticas cervices”)
se dedicó a trivializar la cultura (452), Julio Flórez fue un “profesional del
sentimentalismo” (458), y Eduardo Caballero Calderón no tuvo fortuna con sus
novelas porque eran “ilustraciones de sus ensayos” (527).
Con ese
humor, en ocasiones riesgoso –porque puede caer en el chascarrillo desabrido, como lo plantea Vázquez Rodríguez en su
reseña “La diatriba como discurso”-, pero siempre retador, es natural que se
haya granjeado enemigos, entre ellos el inmolado Álvaro Gómez Hurtado (y tal
vez muchos profesores colombianos que repiten con obediencia el canon oficial).
Es el humor que se permite el ensayo, el apunte venenoso que acaso Gutiérrez
haya heredado del escritor peruano Manuel González Prada y del filósofo alemán
Friederic Nietzsche.
“La literatura colombiana en el siglo XX” es
un ensayo de casi obligada lectura para quienes deseen conocer las letras del
país desde una perspectiva crítica en el mejor sentido de la palabra, es decir,
una perspectiva que formula preguntas claras y no se queda con las respuestas
que dicta el sentido común. Es un ejercicio de interpretación, a caballo entre
la crítica y la historia literaria, que evalúa figuras representativas de la
literatura nacional. Su lectura es fuente de conocimiento y, de paso, de risa
burlesca.
Leonardo
Monroy Zuluaga.
profesor LEONARDO: definitivamente usted es un gran escritor; lo admiro muchísimo.
ResponderEliminarAgradezco sus palabras.
ResponderEliminarEs un texto que demuestra la capacidad crítica que posee el profesor Leonardo, a parte de reinscribir la idea de que en Gutiérrez Girardot la crítica es de abrazo y espada.
ResponderEliminara
ResponderEliminarEs un texto muy bueno.. me sirvió de mucha ayuda Gracias
ResponderEliminarEs un texto muy completo, sin embargo ayudaría más a estudiantes si incluyera directamentelos temas claves del Siglo XX. Ej: El erotismo, la muerte...
ResponderEliminarlol
ResponderEliminarLo
ResponderEliminarlol
ResponderEliminarquien se vio avengers endgame xddd
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