Como se pone de presente en las notas preliminares a la obra de José Antonio Osorio Lizarazo, publicada por el instituto Colombiano de Cultura en 1978, el autor no aparece entre las figuras destacadas de la novelística nacional, aunque se debe matizar la cuestión cuando se observa que la crítica literaria contemporánea ha tornado su mirada hacia el autor bogotano. Osorio fue un prolífico escritor que cuenta con 20 libros entre novelas y crónicas, lo cual de por sí, genera la sospecha sobre el equilibrio de su obra.
Casa de vecindad (1930) es su primera novela. En ella se narra la historia de un hombre de 50 años que se ha quedado sin trabajo en Bogotá y, ante la falta de vivienda propia, decide alquilar un cuarto en una posada en el centro de la capital. Mientras sus ahorros se extinguen conoce las vilezas de los ocupantes de la casa, aunque también lo sorprende la actitud de Juana, una joven que, con un niño bajo su tutela, lucha por no naufragar en la prostitución aún por encima del hambre. Una serie de eventos acercarán al cincuentón a Juana y su hijo, quienes viven, paulatina pero certeramente, el estrangulamiento de la pobreza.
Precisamente es este último tema uno de los ejes en la narración. Oculta bajo la retórica de una élite conservadora que había gobernado el país durante más de 40 años (1886-1930) la pobreza se afincaba en las clases más desfavorecidas de Colombia. Los personajes de Casa de vecindad son avasallados por la falta de dinero y empleo y se crea dentro de la novela una dicotomía entre la virtud, que deriva en hambre y despojo, o el crimen y la prostitución.
Esa es la línea gruesa que separa al narrador de 50 años, Juana y su pequeño compañero, y el resto de los habitantes, no sólo de la pensión sino de la ciudad. Los primeros tratan de mantenerse al margen de la voracidad y el desinterés por los necesitados, mientras que en los otros aparecen los vicios más desagradables: insensibilidad, calumnia, gusto por la violencia, burla por los destinos malogrados y hasta proxenetismo, entre otros. En la imposibilidad que tienen los personajes principales de alejarse de ese mundo en el que el lumpen afila sus peores vergüenzas es donde se construye una de las tensiones de la novela.
Dicha tensión crece con el avistamiento de la miseria absoluta, en especial en el hombre de 50 años. La novela gana aquí en dramatismo y con mucha virtud va mostrando los pasos de la caída hacia la mendicidad: de los 8 pesos con que cuenta una vez ha llegado a la casa, el cincuentón pasa a empeñar sus pocos enseres y finalmente, cuando sólo le quedan los tragos amargos del agua y es echado de la casa, decide salir a la calle a confiar en la caridad de los transeúntes. No es sólo la pérdida de los ahorros y el hambre lo que agrava el conflicto, sino el hecho de que el protagonista sabe que lo mismo padecerán Juana y el infante, a quienes ha prometido ayudar.
El encadenamiento de las acciones, las digresiones que retardan las acciones y pensamientos extremos, y que llevan al lector detrás de la suerte de los afectados, es tal vez una de las virtudes de esta obra. No cae ella en la ordinaria muestra de eventos extremos sin mediar una reflexión, sino que evalúa la condición humana en el paso por varias etapas hacia la inanición. Sin embargo, no deja de ser incómodo cierto tono melodramático que se revela en algunas escenas con las cuales acaso le fue difícil lidiar al escritor, teniendo en cuenta la profundidad de la tragedia. Tal vez esta afectación –que no se siente en todos los momentos de la novela- sea lo que mancha un poco la obra que por momentos se llena de una emotividad y encono nacidos del apasionamiento del propio autor.
Pero esos bajones no alcanzan a devaluar la lectura del trasfondo realizada en la novela: Bogotá en 1930, parece decir Osorio Lizarazo, crece caóticamente y no genera los empleos suficientes para una clase trabajadora en ascenso. Contra el mito de la Atenas suramericana –esa Bogotá de gramáticos y humanistas empotrados en sus gazaperas lingüísticas- el escritor graba la situación real de legiones de desocupados capitalinos, en una suerte de realismo lejano a la abstracción de la élite conservadora. En ese sentido, la novela se convierte en un llamado de atención a un estado de cosas que estallaría posteriormente y que en épocas recientes fue narrada por una novela como Los parientes de Ester de Luis Fayad.
Es en el fondo el problema de la modernización de las ciudades colombianas, que tímidamente va apareciendo en la década del 30 y que Osorio Lizarazo evalúa desde la prosa de ficción. El impacto que produce en el lector esa modernización enrevesada, plasmada en esta novela corta, es tan fuerte como la solidez de los personajes y los ritmos de la novela. Es el impacto ante el desequilibrio social porque con Casa de vecindad, la anomia (ese estado en el que ante la ceguera de los dirigentes los lazos colectivos comienzan a desbarajustarse y cada quien se crea su propia ley) se toma la novela colombiana, acaso uno de los primeros campanazos de alerta frente a lo que sucedería casi un siglo después en los barrios bajos de las ciudades.
Leonardo Monroy Zuluaga